martes, 14 de febrero de 2017

ESTADO-NACIÓN ES LIBERAL-PATRIOTISMO

Patria, Estado, nación, Estado-Nación. Conceptos con muchos matices entre sí, pero que se confunden con frecuencia y se convierten, en general, en identidades o sentimientos que no pasan tanto por lo conceptual como por lo emocional.  Vivimos en un mundo donde las fronteras son cada vez más crueles, pero también absolutamente ineficaces pues la gente solo huye o se embarca en un viaje hacia una vida mejor o simplemente, hacia una vida posible, como consecuencia de unas guerras -guerras de fuego y guerras de hambre- encendidas por una economía global absolutamente anti-democrática, injusta y despiadada. Vivimos, sobre todo, en un mundo donde la brecha entre los de arriba y los de abajo es cada vez mayor.

Y en este mundo de no-reparto y de fronteras levantadas para defender privilegios, la vuelta a las soluciones nacionales parece estar en boga, tanto desde visiones más excluyentes del otro, como desde posturas más republicanas y de izquierdas. Quizá porque el afuera resulta inabarcable y organizar lo común desde lo propio es algo más imaginable, quizá porque la fuerza de lo que nos une no es fácil de construir sin la coraza protectora de los sentimientos identitarios, quizá porque hay pasiones que son así y mejor tratar de hacer con ellas que perder el tiempo en pensar su sentido o sinsentido.

Sobre el concepto de Estado-nación [Primera parte]

“Nación” ha sido durante mucho tiempo un concepto difícil de definir de forma desvinculada del concepto —distinto— de Estado-nación. Hoy las cosas han cambiado mucho.
Pero empecemos por el principio y, por lo tanto, precisamente, por el concepto de Estado-nación. Este ha estado conformado por dos elementos: el primero, político y jurídico, el de Estado; el segundo, histórico, étnico y cultural, el de nación. Aunque si la nación se ha convertido en realidad, si la fuerza soberana ha dado origen a la nación, solo ha sido a partir del concepto de Estado-nación. El concepto liberal ESTADO-NACIÓN nacido de la Revolución Francesa. 
Al hablar de nación es preciso no olvidar nunca dicha génesis. Siempre se han propuesto criterios de definición variados, con diferentes raíces ideológicas, del concepto “nación”. Los puntos de vista desde los cuales se suele abordar son tres.
En el fascismo, una categoría que idolatran y que nosotros rechazamos, comprende Nación como uno de los elementos naturales, a ensalzar en su patriotismo básico es el elemento étnico-racial seguido del geográfico —territorio—. El elemento étnico se ha vinculado algunas veces con la idea de raza, pese a que por parte de los teóricos de la nación este concepto no haya dado lugar a aplicaciones biológicas más que en contadas ocasiones. Y cuando esto ha sucedido, siempre —y no solo en el caso, del nazismo— se ha tratado de operaciones políticas desprovistas de cualquier fundamento científico, invariablemente terroristas, destructivas y agresivas.
Para nosotros que no rechazamos la la importancia etnica-racial pero que no es lo prioritario, estaríamos en esta segunda categoría que comprende los factores culturales como la lengua, la cultura, la religión y/o la continuidad del Estado. En algunos casos, la primera y la segunda categoría pueden estar estrechamente relacionadas entre sí, que no es nuestro caso de tal forma que pueden llegar confundirse, por ejemplo, los criterios étnico y lingüístico, así como los criterios político y religioso.
Una tercera categoría de elementos definitorios comprende los factores subjetivos: la conciencia, la voluntad, el sentimiento nacional. En base a estos criterios, el concepto de nación no se fundamentaría en algo predefinido sino, por el contrario, en un acto de voluntad más o menos determinable por parte de los miembros de la población —y esto es lo que constituye la propia nación—. En este sentido, Ernest Renan define la nación como un “plebiscito cotidiano”.
Otros autores han establecido una clasificación asentada en la oposición entre dos criterios fundamentales: un modo “naturalista” y uno “voluntarista”. Mientras el “naturalismo” se atribuye, sobre todo, a pensadores alemanes, el “voluntarismo” suele calificarse de “cliché” francés... Esta distinción es, por supuesto, bastante confusa: baste recordar que, en sus Reden an die Deutsche Nation, Fichte califica la nación como un acto de conciencia y voluntad, no de naturaleza.
Así las cosas, ¿qué se puede decir? Si nos atenemos a la vieja definición del Estado-nación es absolutamente evidente que el concepto nación posee un carácter complejo, ambiguo y difícil de determinar: los criterios propuestos no solo se oponen entre sí, sino que suelen superponerse. Incluso cuando la definición del concepto nación aspira a ser completa y precisa, se ve fatalmente obligada a evitar o ignorar la multiplicidad de las diferencias y condiciones históricas que, sin embargo, dan lugar a las naciones. Añadamos, por último, que las doctrinas sobre la nación nunca han logrado determinar con precisión ni el concepto de realidad nacional, ni el de comportamiento nacional.
Para llegar directamente al corazón del problema —la relación entre Estado y nación— hay que partir, por lo tanto, de un análisis del desarrollo histórico del concepto nación. En este sentido es preciso reconocer que fueron, sobre todo, las grandes unificaciones nacionales del siglo XIX (Alemania, Italia, etc..) las que pusieron en evidencia un proceso que trataba de hacer coincidir nación y Estado. Esta identificación es lo que ha permitido que la nación haya sido durante mucho tiempo considerada un concepto central de las doctrinas políticas. Bastaría, a este respecto, con hacer referencia a las escuelas historiográficas preponderantes en todos los países europeos. Pero no solamente a ellas. El derecho ―público y privado― se convirtió en el siglo XIX en una emanación del Estado-nación y todas las concepciones antagonistas, bastante abundantes por cierto, se vieron reducidas al silencio.
Entre los siglos XIX y XX, das Volk, the people, la Nación impusieron, por así decirlo, su dictadura a las biopolíticas.
Es preciso señalar asimismo que la fusión de los conceptos nación y Estado no hubiera bastado por si sola para obtener la adhesión de los ciudadanos y la legitimación de su obediencia —sobre todo en los “estados de excepción y de necesidad”— si tal fusión no se hubiera encontrado a su vez atravesada por la referencia a la patria, noción de orígenes muy antiguos, con una larga historia a sus espaldas y dotada de una tremenda carga emotiva. Si la nación es producto de las circunstancias y el Estado una institución convencional, la patria es, por el contrario, el resultado de una elección —y es esta elección, este juicio de valor, lo que probablemente produjo la conexión cultural entre ambos conceptos, Estado y nación, entre los siglos XVIII y XIX. La nación se convierte en patria y el Estado, ese aparato compuesto de fuerza y de derecho donde se afirma y organiza la nación, polariza en sí mismo el amor y la devoción reservadas a la patria, ese bien supremo. Es evidente que en esta fusión resuenan ecos rousseaunianos pero aún más, si cabe, como ahora veremos, sonoridades románticas. Las características de la unificación de los conceptos Estado y nación en Hegel son, no obstante, mucho menos poéticas. El Estado hegeliano no es una construcción abstracta: emerge del reconocimiento de un elemento económico y social —la sociedad civil— y de la afirmación del principio nacional, considerado actor de la Historia. Hegel es el verdadero teórico del Estado moderno pues yendo aún más lejos que los teóricos de la soberanía de los siglos XVI y XVII y que los teóricos de la sociedad civil del siglo XVIII, es él quien pone en el centro el factor nacionalidad.
Lo que digo es evidentemente reduccionista respecto a las dimensiones del fenómeno “nación” y me disculpo por ello. Pero la reducción operada aquí no pretende tener efectos mistificadores: el concepto nación es siempre contradictorio, exalta los valores que impone, asocia despotismo y amor. Y cuando otorga la ciudadanía al sujeto lo hace únicamente a condición de que esta vaya acompañada de alienación y sujeción. Las contradicciones se mantienen incluso cuando la dimensión patriótica del concepto se considera central —a este respecto contamos con un texto formidable, Pro Patria mori in Medieval Political Thought, de Ernst H. Kantorowicz—. De acuerdo a Kantorowicz, en el seno de la noción de patria conviven dos tensiones opuestas pero unidas desde el medievo. Por un lado, el sentimiento de vivir en la nación, política, patrióticamente, como dentro de un “cuerpo místico”y, al mismo tiempo, la idea de que esta adhesión puede y debe producir conductas y consecuencias sociales. “Quienes declaran la guerra al santo reino de Francia declaran la guerra al rey Jesús”. Por otro lado, cuando el Estado secular exalta su soberanía y su poder a través del concepto de patria, también impone al ciudadano una obediencia que es sacrificio, una identidad que lo deja en una situación de generosa generosa disponibilidad para el Estado. Las dos dimensiones del Estado-nación se encuentran, por consiguiente, en su genealogía, así como en el concepto patria.
Pero volvamos a lo que nos interesa. El Estado-nación ha sido, por lo tanto, la gran realidad política producida por el siglo XIX, el fruto de un proceso histórico complejo y heterogéneo, intensificado por una elaboración teórica igualmente compleja y heterogénea. El desarrollo de las principales corrientes políticas que se enfrentan en Europa hasta principios del siglo XX estuvo muy condicionado por esta imponente realidad y este condicionamiento emerge a través de la mediación general que las teorías políticas —liberales, socialistas, cristianas— construyeron respecto al concepto de nación. Desde este punto de vista sería por ejemplo interesante señalar hasta qué punto la ideología y la práctica políticas del socialismo han oscilado entre internacionalismo y patriotismo, entre cosmopolitismo y nacionalismo.
Antes de abordar la crisis actual, así como de discutir sobre el nuevo despertar de la idea nacional, es preciso definir otros elementos incluidos en la concepción que los siglos XIX y XX tuvieron de ella y que completan su definición original. En efecto, no cabe comprender la realidad del Estado-nación si no hundimos de lleno su concepto en la historia del capitalismo moderno. Obviamente no se trata de olvidar que en ciertos países europeos la constitución de la nación es anterior al nacimiento del capitalismo; pero esta construcción de la nación producida por monarquías absolutas como en Gran Bretaña, Francia y España, cambia radicalmente cuando se confronta con las características que irán, en lo sucesivo —y para todos— inextricablemente vinculadas a la identidad étnica y cultural de la nación en el contexto del desarrollo capitalista. El Estado-nación no posee una sola alma — capaz de disolver, por así decirlo, toda ambigüedad— un alma ideal, ligada al patriotismo y a las pasiones de la identidad, sino que tiene, asimismo, un alma otra, que cabría tildar de materialista, en la que la identidad y el patriotismo suelen expresarse a través del egoísmo y la agresividad en relación al otro. El Estado-nación nace, no conviene olvidarlo, del romanticismo, como una lucha contra el jacobinismo revolucionario y el expansionismo napoleónico, contra la Ilustración revolucionaria —y su deriva—. Mejor aún: traduce la afirmación de la identidad nacional en un principio “reaccionario” en relación al universalismo, es decir, en un principio de diferencia y, a menudo, de exclusión, para todos aquellos que, desde el punto de vista del suelo o de la sangre, no forman parte de él. Sería preciso recordar a este respecto la evolución del joven Hegel —entre otros muchos, sin duda—, que se adhirió al jacobinismo revolucionario francés para pasar después a la conciencia de lo que “Alemania no tiene de metafísico” —refiriéndose a que Alemania no tenía un Estado unitario soberano—. Esta idea se desarrolla más adelante en el pensamiento hegeliano maduro mediante la construcción de una dialéctica entre lo económico y lo político, entre la instancia capitalista y la instancia soberana, que se vuelve decisiva para la construcción del Reich alemán y la potencia capitalista alemana.
Esta es la base sobre la que el Estado-nación se liga estrechamente al desarrollo capitalista. Los grandes Estados soberanos de la modernidad —Gran Bretaña y Francia— ya habían dado lugar, como recordé anteriormente, a la acumulación primitiva de capital, así como vencido las resistencias de la dimensión comunal y de los usos agrarios precapitalistas, favoreciendo los procesos de acumulación manufacturera. Pero más allá de esta expropiación de los commons y de la acumulación primitiva, el marco del Estado-nación moderno permite, sobre todo, la organización de las formas jurídicas, administrativas y políticas adaptadas a la estabilización del crecimiento capitalista y a la formación del Estado burgués. En suma: el alma contra-revolucionaria y anti-ilustrada fundamento de la formación de las ideologías y la más reciente creación del Estado-nación, ese alma, se encarnará, con el empuje del desarrollo capitalista, en unas figuras que, aunque quizá no demasiado previsibles al principio, fueron rápidamente consideradas fundamentales para el ejercicio del poder estatal y el desarrollo del poder económico “de clase”. Estas figuras fueron asimismo decisivas para el mantenimiento de la unidad de la nación frente a las dificultades de la acumulación y el desencadenamiento de la lucha de clases. Esta es la situación en la que el Estado-nación europeo libera plenamente su propia vocación. Esto es, las figuras de la conquista colonial, las prácticas de la agresión imperialista y las producciones ideológicas fascistas, hasta llegar finalmente a la producción de monstruosas maquinarias de guerra a las que se ha querido vincular la propia existencia de la nación.
“El amor a la patria” —sin duda, la expresión no ha sido nunca tan apropiada— nos impide seguir este hilo hasta el final y describir cuidadosamente los resultados, mejor aún, las terribles derivas, de este desarrollo. La barbarie colonial es de sobra conocida; la violencia de las conquistas y las agresiones imperialistas resurge y reaparece, de vez en cuando, como telón de fondo de la actualidad; pero es en los fascismos y en los delirios imperialistas en los que debe concentrarse toda nuestra atención: en los millones de muertos que las guerras del siglo XX dejaron tras ellas. ¿Fue en ese momento cuando los conceptos de patria y nación se separaron definitivamente? ¿Cuando las pasiones ligadas al amor por lo cercano y por esa suerte de familia extensa que para cada uno de nosotros representa su propio país, dejó de reconocerse en las aventuras y las estructuras del Estado-nación? Tal vez. De lo que no cabe ninguna duda es de que en ese momento comienza una nueva historia del concepto. De que nace una nueva manera de considerarse ciudadanos. ¿Ciudadanos del mundo? Una vez más: tal vez. Algunas voces se lamentan hoy de que el concepto de nación haya sido trastocado y, por así decirlo, derribado, por las estructuras del mercado globalizado. Pero el tránsito de un economía internacional —una economía asentada en los Estados-nación y en su interacción en el mercado mundial— a una economía globalizada en la que el capital puede funcionar a escala planetaria y reduce los Estados-nación al papel de simples articulaciones del poder global, es un giro que debería considerarse afortunado. Afortunado si se comparan las nuevas condiciones de vida de los hombres en este contexto globalizado, con las condiciones en las que vivían cuando las naciones se masacraban entre sí.
No creemos que estas nuevas condiciones sean capaces de poner fin a los desacuerdos entre los pueblos y de acabar con las guerras. Es evidente que las violencias provocadas por los nacionalismos son poco a poco remplazadas por violencias aún más feroces arraigadas en el odio religioso y la conminación sagrada y no nos queda más remedio que constatar la vuelta de racismos tanto dentro como fuera de las comunidades nacionales, también aquí, en Europa. Por supuesto, todo esto es terrible. Pero en algún lugar de nuestra conciencia sentimos que, más allá de estos episodios, puede existir un mundo donde estos horrores no tengan cabida. El capitalismo ha creado la globalización: nuestra tarea consiste en construir una sociedad democrática de escala global.


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