Sindicalismo

La Transición española en el ámbito sindical
Por Jorge Garrido San Román (Presidente de Unión Nacional de Trabajadores)


“Transición española” es el término con el que se suele denominar el período de la historia de España comprendido, aproximadamente, entre 1975 y 1978 (ó 1982, con la victoria electoral del PSOE y tras el autogolpe de estado del 23F de 1981), cuando desde el mismo poder continuador del régimen franquista –alentado principalmente por el propio Rey de España–, se acometió una labor política y jurídica de “voladura controlada” del mismo que, bajo la apariencia de una reforma, supuso de hecho una ruptura total basada en un claro fraude de ley que se describió –errática, pero gráficamente– con la frase “de la ley a la ley” (Torcuato Fernández-Miranda dixit). No obstante, la cronología tradicional de la Transición (1975-1978 ó 1982) se queda corta en lo que se refiere a la transición sindical, ya que el cambio de la legislación franquista en esta materia fue más lento y no culminó plenamente hasta la aprobación de la Ley Orgánica de Libertad Sindical en 1985 (previa aprobación en 1980 del Estatuto de los Trabajadores), aunque hay quienes alargan la fecha incluso hasta 1986, cuando el proceso de integración en la CEE (Comunidad Económica Europea, posteriormente denominada Unión Europea) culmina la mal llamada “reconversión industrial”, verdadero proceso de desindustrialización que destruyó gran parte de la industria pesada española (acerías, altos hornos, astilleros, etc.) dentro de un plan de división internacional del trabajo por el que España quedaba como una economía de servicios (orientada fundamentalmente al turismo, llegándose a decir, no sin gran parte de razón, que se condenaba con ello a nuestros hijos a un futuro que se debatía entre la hostelería y la prostitución), de bajo valor añadido que tendría que competir con bajos salarios y una alta tasa de desempleo, de carácter estructural, que ayudara a esa contención salarial que aportara la competitividad que no se conseguía por otros medios y que llevó los niveles de desempleo a cifras desconocidas hasta entonces (aunque posteriormente han sido superadas con creces).

Existe una amplia bibliografía dedicada a la Transición política, si bien no lo es tanto la que aborda ese tema desde el punto de vista estrictamente sindical, siendo la mayoría de ella limitada a publicaciones de los propios sindicatos protagonistas de dicho período, siempre desde un enfoque que oscila entre la autosatisfacción y la frustración por no haber sido un proceso tan abiertamente rupturista como algunos hubieran deseado. Hay que tener en cuenta que los sindicatos de oposición, aún clandestinos, apostaron por una Transición rupturista (como les dictaban sus partidos de referencia, el PSOE en el caso de la UGT y el Partido Comunista de España en el caso de CCOO) y veían con desconfianza que el sucesor de Franco pretendiera real y sinceramente abordar una transformación tan profunda del Régimen.

Pero para comprender la Transición en el mundo sindical, conviene hacer al menos una breve referencia a la situación de partida, pues sólo así se puede entender la verdadera dimensión de la transformación producida.


1.- El sindicalismo en el Régimen franquista 

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Tras haberse prohibido todas las organizaciones sindicales de clase, al poco de terminar la Guerra Civil española, por la Ley de 8 de agosto de 1939, todos los asuntos directamente relacionados con las actividades sindicales en España pasaron a depender del Servicio de Sindicatos de FET y de las JONS (organización creada el 19 de abril de 1937 mediante el Decreto 255/1937 –más comúnmente conocido como “Decreto de Unificación”–,  por el cual el Jefe del Estado, Francisco Franco, unificó a FE de las JONS con los carlistas del Requeté, constituyendo con ello un partido único oficial del Estado en el que debían integrarse todas las fuerzas políticas que apoyaron el Alzamiento Nacional).

Previamente, mediante el Decreto del 9 de marzo de 1938 se había aprobado el Fuero del Trabajo, texto fundamental en el que se establecieron las bases del derecho laboral y sindical español, partiendo en gran medida de la concepción nacionalsindicalista del trabajo, constituyendo al Sindicato Vertical o unitario como Corporación de Derecho Público (punto XIII, 3) al servicio del Estado (punto XIII, 5). No obstante, este segundo importante matiz evitaba consagrar la concepción nacionalsindicalista más ortodoxa del sindicalismo vertical o unitario, según la cual el Sindicato debía tener la categoría de órgano del Estado, con plena autoridad estatal en las materias de su competencia, a fin de coadyuvar en la constitución de un “Estado Sindical” (algo muy distinto a un “Sindicato estatal” (que es lo que en realidad instituía el Fuero del Trabajo), pues no es lo mismo que el Sindicato esté subordinado en todo al Estado –como mero instrumento o apéndice del mismo, fruto de una concepción  hiperestatalista, moderna e incluso jacobina del Estado–, a que sea el Estado el que se conforme desde abajo, orgánica o democráticamente, fruto de una concepción más tradicional, más natural, más respetuosa con las esferas de autonomía o soberanía social de los cuerpos intermedios entre la persona y el Estado, a los que el mismo José Antonio Primo de Rivera –que estaba claramente en esta línea, muy alejada de la posición hiperestatalista que incomprensiblemente muchos le siguen achacando, descontextualizando frases sueltas suyas y demostrando con ello una gran ignorancia de su verdadero pensamiento– quería devolver su tradicional protagonismo para que así se descargara “el Estado de mil menesteres que ahora inútilmente desempeña”, reservándose únicamente y, eso sí, con plena autoridad y fortaleza, “los de su misión ante el mundo, ante la Historia”).

La Ley de Unión Sindical de 26 de enero de 1940 dispuso que la Organización Sindical Española (OSE) –o Sindicato Vertical, que fue su denominación original y con la que se le siguió denominando comúnmente– asumiera toda actividad sindical en el Estado, de forma que la Delegación Nacional de Sindicatos (que llegaría a alcanzar rango de Ministerio en 1969) ejercía sus funciones ordenadoras a través de los Sindicatos Nacionales en los distintos sectores y de las Centrales Nacional-Sindicalistas en las diversas esferas territoriales, correspondiendo la coordinación a nivel provincial a las Delegaciones Provinciales de Sindicatos, tal como contempló la Ley de Bases de la Organización Sindical de 6 de diciembre de 1940. 

La Ley de 23 de junio de 1941 encuadró la Organización Sindical de en 24 Sindicatos Nacionales para las distintas actividades productivas, que se aumentarían después a 26 y que llegarían a ser 30 en 1972 (con 1.605 Sindicatos Provinciales y 12.789 Sindicatos Comarcales y Locales que integraban a 7.881.643 obreros organizados en Uniones y 3.922.120 empresarios –de los cuales 2.926.489 eran trabajadores independientes–  organizados en Organizaciones empresariales). Hay que tener en cuenta que los Sindicatos (Nacionales, Provinciales, Comarcales y Locales) de la Organización Sindical integraban en su seno tanto a obreros como a empresarios (considerados todos ellos como “productores”), pero en suborganizaciones diferenciadas (Uniones obreras y Organizaciones empresariales). 

La Ley del 2 de septiembre de 1941 dispuso la integración definitiva en la Organización Sindical de los Sindicatos Agrícolas, las Cajas Rurales, las Cooperativas y los demás organismos anejos creados al amparo de la Ley de 1906.

La Ley de Convenios Colectivos Sindicales de 24 de abril de 1958 (modificada luego por la Ley 18/1973, de 19 de diciembre) reconoció la negociación sindical colectiva, que debía realizarse dentro de la propia Organización Sindical por medio de las Comisiones Mixtas de Negociación, formadas de forma paritaria por representantes obreros (elegidos por las distintas Uniones) y empresariales (elegidos por las Organizaciones de empresarios o directamente por las empresas).

La Ley 41/1962, de 21 de julio (desarrollada por el Decreto 2241/1965, de 15 de julio), estableció la participación de los trabajadores en los órganos de administración de las empresas que tuvieran la forma jurídica de Sociedad y una plantilla mínima de 500 trabajadores fijos (límite que se podía reducir por parte del Gobierno a propuesta del Ministerio de Trabajo). 

El 28 de diciembre de 1963 se promulga la Ley de Bases de la Seguridad Social, que marca un hito histórico en la materia al establecer un sistema moderno y avanzado de previsión social.

El 17 de febrero de 1971 se aprobó la Ley Sindical 2/1971, cuyo texto contó con interesantes aportaciones, incluido un estimable informe del Grupo de Estudios de la O.I.T. (Organización Internacional del Trabajo).

De la Organización Sindical dependían además numerosos servicios: las Oficinas de Colocación, la Obra Sindical del Hogar –muy limitada por el Instituto Nacional de la Vivienda por confluencia de competencias–, la Obra Sindical de Formación Profesional, la Obra Sindical de Colonización, la Obra Sindical de Educación y Descanso, la Obra Sindical de Previsión Social –muy limitada por el posterior Instituto Nacional de Previsión y por la Seguridad Social, también por confluencia de competencias–, el Instituto de Estudios Sindicales, etc.

Se trataba en definitiva, como hemos dicho a propósito del Fuero del Trabajo, de un concepto de “sindicalismo unitario” heredado formalmente del Nacionalsindicalismo (aunque sólo en parte, pues para esa ideología el sindicalismo unitario o vertical era sólo un instrumento al servicio del fin último de la superación de la relación bilateral del trabajo mediante la titularidad sindical de los medios de producción de las medianas y grandes empresas, paso fundamental que nunca se planteó dar el régimen franquista y sin el cual era imposible acabar materialmente con la “lucha de clases” definida por el marxismo y formalmente prohibida), pero como no basta con prohibir la “lucha de clases” para que ésta desaparezca, la legislación sindical no podía ignorar la distinta posición de obreros y capitalistas –normalmente confundidos conceptualmente como empresarios– y el conflicto de intereses que generaba la economía capitalista, por lo que, como ya hemos indicado, dentro de los distintos Sindicatos existían dos subestructuras distintas: las Uniones que culminaban en los Consejos de Trabajadores y las Organizaciones empresariales que culminaban en los Consejos de Empresarios (en ambos casos también Nacionales, Provinciales, Comarcales y Locales). Todo ello demuestra que el sindicalismo franquista no llegó nunca a pasar de ser un corporativismo más o menos avanzado y que ofrecía numerosos servicios sindicales, pero que siempre se quedó muy lejos de llegar a ser el verdadero sindicalismo vertical que afirmaba ser.

Otra institución fundamental fueron las Magistraturas de Trabajo, una serie de tribunales especiales en materia laboral destinados a resolver los conflictos laborales por la vía individual. Dichas Magistraturas fueron elaborando una copiosa y modélica jurisprudencia, fuertemente proteccionista con los derechos laborales, que desarrolló los principios del Derecho Laboral español de una forma coherente y sólida, de forma que aún hoy son añoradas por muchos veteranos sindicalistas y abogados laboralistas.

Las Mutualidades de previsión (unas voluntarias, otras obligatorias) y Montepíos servían de complemento del Seguro Social (y de la posterior Seguridad Social) y aunque surgieron de los distintos Sindicatos, pasaron pronto a ser gestoras independientes. Los fondos de estas Mutualidades serían posteriormente dilapidados para financiar la Transición, como luego veremos.

La clave de bóveda de este entramado sindical y laboral era el Ministerio de Trabajo, que regulaba en exclusiva los salarios y las condiciones laborales a través de las Ordenanzas de Trabajo (precedente de los Convenios Colectivos, que solían destacar por su gran calidad técnica, razón por la cual pervivieron durante décadas, incluso durante la Transición), hasta la aparición de la citada Ley de Convenios Colectivos Sindicales de 1958.


2.- Los antecedentes del sindicalismo de la Transición

El sindicalismo franquista vivió en una permanente contradicción que no fue capaz de solucionar de forma satisfactoria, ya que la idea sindical inicial –basada en el Nacionalsindicalismo– se quedó siempre a medias, siendo más teórica que real y no llegándose a plantear nunca seriamente (salvo el intento –frustrado desde el Gobierno– del Delegado Nacional de Sindicatos, Gerardo Salvador Merino, en la inmediata postguerra) la implantación del modelo de “empresa sindical”, donde el mediano y gran empresario –separado de su posición de capitalista único y centrado en su estricta labor de dirección empresarial– compartiría la propiedad de la empresa con el resto de trabajadores en el Sindicato de Empresa. La prohibición legal de la “lucha de clases” nunca se pudo materializar en la práctica porque no se utilizó la Organización Sindical para superar la relación bilateral del trabajo –la distinta posición e intereses de quien aporta capital y quien aporta trabajo–, sino para conciliar en la medida de lo posible ambas posiciones en lo que no dejó de ser un modelo corporativista más o menos avanzado y social, pero no nacionalsindicalista. Ello implicaba necesariamente mantener, aunque fuera de manera disimulada, la “lucha de clases”, con las inevitables tensiones que ello suponía.

Así se entiende que, poco a poco, la negociación colectiva fuera cada vez menos efectiva en el seno de la Organización Sindical y surgieran espontáneamente las primeras “Comisiones Obreras” (cada vez que surgía un conflicto, los trabajadores elegían una comisión negociadora al margen del Sindicato oficial y, una vez finalizado el mismo, se disolvía). La primera Comisión Obrera se constituyó en 1957 en la mina de La Camocha (Asturias), donde sus 1.500 trabajadores se declararon en huelga durante nueve días. Esta primera Comisión Obrera –que organizó el comunista Casimiro Bayón–, consiguió que fueran atendidas sus reivindicaciones al margen de la Organización Sindical, y ello animó a repetir la experiencia en otras empresas, dado que los trabajadores percibían que su eficacia negociadora era mucho mayor que la que ofrecía el Sindicato oficial.

La Ley de Convenios Colectivos Sindicales de 1958 abrió nuevas posibilidades institucionales a estas incipientes “Comisiones Obreras”, que en el futuro no dudarían en presentarse a las elecciones sindicales oficiales para ir copando representatividad y ganando influencia social, lo que les permitió realizar una labor de pinza tanto desde dentro como desde fuera del Régimen al mismo tiempo, aumentando con ello notablemente su capacidad de presión y, en definitiva, su prestigio, ya que los demás sindicatos clandestinos –UGT, CNT, etc.– estuvieron permanentemente fuera de juego, al margen del sistema y sin capacidad real de presión, a excepción de USO (Unión Sindical Obrera) que, desde un “socialismo cristiano” –que luego se terminó quedando en “socialismo” a secas–, practicó una estrategia similar a las CCOO (aunque algo menos virulenta) y fue la única organización que durante el último franquismo rivalizó con ellas. La UGT, por su parte, mantuvo un perfil bajo –como su partido “hermano”, el PSOE–, teniendo cierta presencia real en Vizcaya y pocas zonas más, mientras que la CNT, que tanta fuerza tuvo en el primer tercio del siglo XX, nunca fue capaz de articular una oposición sindical seria (más allá de algunos altercados y actos terroristas más o menos aislados) y se mantuvo permanentemente anclada en unos postulados utópicos que cada vez la alejaban más de los trabajadores (lo que con los años, ya avanzada la Transición, supondría la escisión de la CGT, promovida por quienes apostaban por un Anarcosindicalismo más posibilista y que no renunciara a utilizar los mecanismos de representación sindical previstos en la legislación laboral y sindical).

En las primeras “Comisiones Obreras” (clandestinas, pero no necesariamente incompatibles con el sindicalismo oficial, que utilizaba como complemento de su estrategia) fue muy importante la participación de sindicalistas de todo signo (tanto falangistas históricos como Ceferino Maestú, Jesús Matorras –hijo del histórico sindicalista falangista Enrique Matorras–, o los hermanos Reboul, como también comunistas, cristianos procedentes de la HOAC y AST, etc.). Poco a poco estas comisiones, que tuvieron su primer lugar estable de acogida en el falangista “Centro Social Manuel Mateo” –entonces dirigido por José Hernández y Diego Márquez, quien en 1983 llegaría a ser Jefe Nacional de Falange Española de las JONS–, fueron perdiendo su espontaneidad inicial y, gracias sobre todo a la labor de los sindicalistas del clandestino PCE (Partido Comunista de España) –que fueron copando el protagonismo dentro de ellas, sobre todo gracias a Marcelino Camacho y Julián Ariza–, pasaron a ser coordinadas y estables, especialmente a partir de 1963, con la finalidad de introducir la agitación política comunista en las empresas, creándose a tal fin a nivel nacional las Intercomisiones Coordinadoras en 1967, y pretendiendo suplir de hecho a los representantes sindicales oficiales.

Cuando las “Comisiones Obreras” habían ya alcanzado una fuerza real y eran claramente dirigidas de acuerdo a la estrategia política del PCE, combinando la acción legal con una creciente y cada vez más violenta acción ilegal, el Estado intentó una aproximación a las mismas. Así es como se produjo en enero de 1965 una reunión de cuatro miembros de la “Comisión del Metal de Madrid” (Marcelino Camacho, Julián Ariza, Jesús Matorras y Fuentes) con el Ministro José Solís, a petición de éste. El Ministro Solís les planteó la posibilidad de que las Comisiones Obreras se integraran en su proyecto de reforma de la Organización Sindical, pero la propuesta fue rechazada. Es entonces cuando comienza una abierta persecución de CCOO que se inició de forma decidida con la expulsión en febrero de 1966 de la “Comisión Inter-ramas de Madrid” del “Centro Social Manuel Mateo” (que terminó clausurado), siguió con una primera Sentencia del Tribunal Supremo que declaró ilegal la “Comisión Obrera de Vizcaya” el 16 de febrero de 1967 (confirmando una sentencia anterior del Tribunal de Orden Público, y a la que seguirían otras sentencias similares respecto a otras muchas “Comisiones Obreras”, lo que implicaría su deslegalización real, aunque de hecho las CCOO seguirían actuando sin respetar dichas sentencias) y con numerosos procesos judiciales por huelgas ilegales, asociación ilegal, etc. Especial importancia tuvo el denominado “Proceso 1001”, en el que diez dirigentes de CCOO fueron condenados a severas penas de cárcel por sus actividades ilegales.

En enero de 1974 se produce un hecho de gran importancia simbólica: el Grupo de los Trabajadores de la OIT (Organización Internacional del Trabajo) admite a CCOO, UGT y USO como representantes de los trabajadores españoles, lo que dejó a la Organización Sindical (que llevaba mucho tiempo reclamando su homologación internacional por parte de la OIT) completamente fuera de juego. La presión de CCOO, UGT y USO a nivel internacional tuvo éxito y, con su reconocimiento por la OIT (que obedecía a motivos más políticos que sindicales), pese a seguir siendo ilegales en España, la Organización Sindical recibió un duro golpe que no supo responder y del que ya no fue capaz de reponerse.


3.- La Transición en el ámbito sindical (más allá del mito)

Resultado de imagen de ugt ccoo uso cntEn 1976 el entonces Ministro de Relaciones Sindicales, Rodolfo Martín Villa, inició un proyecto de “Ley de Reforma Sindical”, consultando meses después a UGT y a USO, que rechazan la reforma propuesta (CCOO no fue consultada).

En abril de 1976, UGT celebró su XXX Congreso, que contó con la autorización del Gobierno presidido por Carlos Arias Navarro, en lo que CCOO –cuyo congreso, en cambio, no fue autorizado y se tuvo que celebrar de forma clandestina, aunque más o menos tolerada– interpretó como un intento de profundizar la división sindical disidente del sindicalismo oficial, y ello ante la cercanía del desmontaje de la Organización Sindical y la ya previsiblemente próxima legalización de los sindicatos de clase.

En julio de 1976 vio la luz el único intento serio de configurar un sindicalismo unitario desde las organizaciones sindicales disidentes: la Coordinadora de Organizaciones Sindicales (COS), un organismo sindical unitario cuya breve trayectoria se truncó tras los primeros meses de 1977 por la ruptura de UGT, por lo que se hizo evidente que el panorama de división sindical se hacía inevitable, y ello por dos razones: por la negativa pertinaz de la UGT –principalmente– a participar en una central unitaria y por la falta de voluntad política de caminar por la senda del sindicalismo oficial unitario y obligatorio (ni siquiera la propia Organización Sindical luchó por su propia supervivencia y parecía tener asumido que su desaparición era cuestión de tiempo). Así, cuando en esos años se diseñó el actual modelo sindical, que culminó con la aprobación de la Ley Orgánica de Libertad Sindical de 1985, pocos sindicatos apostaban por un modelo de sindicalismo unitario (y ninguno por el obligatorio, al menos entre los más importantes). La mayoría, con UGT a la cabeza –aunque sin el apoyo de CCOO–, apostaron por un sindicalismo fragmentado con la excusa de la “pluralidad sindical” (término con el que se pretendía camuflar la realidad de su relación –que en realidad era una directa dependencia política– con determinados partidos políticos). Es decir, que preferían dividir a los trabajadores y afrontar competiciones electorales siguiendo el modelo de los partidos políticos (lo que recuerda la crítica a la Socialdemocracia parlamentarista que hacía el sindicalismo revolucionario clásico). Nada impedía que la pluralidad sindical se manifestara dentro de una estructura representativa unitaria –y obligatoria, como sucede con los Colegios profesionales–, pero ellos prefirieron que el movimiento sindical siguiera por otros derroteros menos representativos y que restaran fuerza a los trabajadores asumiendo los principios burgueses demo-liberales. 

Respecto a CCOO hay que hacer una precisión en lo referente a su concepto de “unidad sindical”, pues ya en su Programa vigente en 1976 omitían concretar su contenido y en su Capítulo 1º a) también se hablaba de “libertad sindical” (concepto difícilmente conciliable con el de “unidad sindical”, ya que el concepto de libertad sindical implica teóricamente la libertad de fundación de sindicatos –si bien es cierto que ello podría conciliarse, aunque no sin dificultades, con la necesaria participación de los mismos en una estructura representativa sindical única–), y de “libertad de sindicación” (algo directamente imposible de conciliar con la afiliación obligatoria). Eso hacía que la teórica defensa del principio de unidad sindical por parte de CCOO en la práctica no fuera sostenida con demasiado interés –e incluso sinceridad– durante la Transición (y menos aún después), y ello especialmente a la vista de la posición contraria al mismo de casi todos los demás sindicatos. Sin embargo, ante la ausencia de una defensa del principio de unidad sindical, 101 dirigentes de CCOO firmaron en enero de 1976 un documento titulado “Anteproyecto de la Unidad Sindical”, en el que proponían la unidad orgánica en una central unitaria creada mediante un Congreso Sindical Constituyente). Era evidente que esta reacción demostraba que CCOO de hecho había renunciado ya en esas fechas a la defensa de un principio que durante la Transición ya sólo defendieron algunos pequeños sindicatos, como SU (Sindicato Unitario, de tendencia marxista), UNT (Unión Nacional de Trabajadores, de tendencia nacionalsindicalista –creada a finales de 1977–, que además de defender el principio de “unidad”, también defendía el de “obligatoriedad”) o, posteriormente –desde 1979–, FNT (Fuerza Nacional del Trabajo, vinculado muy directamente al partido Fuerza Nueva).

Resultado de imagen de sindicato UNTLa sindicación obligatoria ningún sindicato importante la ha defendido desde la Transición (a excepción de la pequeña UNT), y ello precisamente porque la politización partidista de los sindicatos de clase hacía que éstos no desearan tener que convivir con afiliados carentes de su mismo compromiso político partidista (como sucede en los Colegios Profesionales, que justamente por eso son prácticamente imposibles de manejar de forma partidista). En ello coincidieron UGT, CCOO y USO, convencidas de que era preferible contar con menos afiliados, pero bien ideologizados y disciplinados, que tener una mayor representatividad real al precio de un menor control ideológico y/o partidista. Esa es la razón fundamental de que ninguna organización sindical importante defendiera la sindicación obligatoria (aunque fuera bajo el principio de libertad de elección de sindicato por vigencia del principio de pluralidad sindical).

El 8 de octubre de 1976 el gobierno Suárez aprobó la creación de la Administración Institucional de Servicios Socioprofesionales (AISS), un organismo autónomo, dependiente de la Presidencia del Gobierno, en el cual se integró toda la estructura sindical. La AISS se hizo cargo de la propiedad y gestión del patrimonio inmobiliario sindical y de todos sus archivos, con lo que se daba un claro paso adelante en el desmantelamiento del sindicalismo oficial.

La USO sufrió en 1977 una de sus mayores crisis, saliendo de la misma gran parte de sus afiliados y la mayoría de sus cuadros dirigentes (que se integrarían en la UGT), y en 1980 una nueva escisión, esta vez del ala autogestionaria (que se integraría en CCOO), quedando gravemente mermada y ya muy lejos de la fuerza que había llegado a tener.

La Ley 19/1977, de 1 de abril, sobre Regulación del Derecho de Asociación Sindical, utilizó el truco (en la línea habitualmente seguida durante la Transición de lo que en realidad era un verdadero fraude de ley) de afirmar que se trataba de una mejor interpretación del Fuero del Trabajo (Declaración XIII), “más congruente con las exigencias actuales”,  en virtud de la cual se derogaba la Ley Sindical del 17 de febrero de 1971 y se permitía la constitución de asociaciones profesionales de trabajadores y empresarios (artículo 1º) sobre el principio de voluntariedad. 

El Real Decreto Ley 17/1977, de 4 de marzo, sobre Relaciones de Trabajo, estableció una nueva regulación del derecho de huelga (derogando el Decreto Ley 5/1975, de 22 de mayo), eliminó el requisito de negociación obligatoria previa (artículo 3), siendo sólo necesario el acuerdo expreso en cada centro de trabajo por la mayoría de los representantes sindicales o trabajadores, debiendo comunicarse el acuerdo a la empresa con al menos 5 días de antelación.

Poco después, el 2 de junio de 1977, un Real Decreto extinguió la afiliación sindical obligatoria, con lo que era evidente que la Organización Sindical tenía definitivamente los días contados, algo que tuvo lugar pocos meses después, cuando por Real Decreto del 6 de diciembre se declararon extintas las estructuras del Sindicato Vertical. Era la crónica de una muerte anunciada… Por eso, en los últimos meses de 1977 comenzaron a organizarse los cuadros sindicales de la Organización Sindical que, aun siendo minoritarios dentro de la propia OSE, lejos del burocratismo imperante aún mantenían un alto compromiso ideológico con el Nacionalsindicalismo. Tras un congreso constituyente, más de un centenar de ellos decidieron crear la Unión Nacional de Trabajadores (UNT), de inspiración netamente nacionalsindicalista y que ha pervivido hasta la actualidad, cuyos Estatutos serían publicados en el BOE en el mes de enero de 1978, siendo Rafael Muñiz su Presidente hasta el año 2008. No obstante, y salvo algunos sectores y empresas concretos (taxistas, banderilleros taurinos, administraciones de loterías –sector en el que aún en 2001 tenía más de 500 afiliados–, Ericsson –importante empresa multinacional donde mantuvo una importante actividad, formando parte de su Comité de Empresa hasta 2004–, etc.), UNT contó en sus mejores momentos únicamente con unos pocos miles de afiliados, no llegando nunca a alcanzar la entidad suficiente como para poder ser una alternativa sindical efectiva frente a CCOO, UGT y USO a nivel nacional. 

Otros cuadros sindicales de la OSE menos nacionalsindicalistas, o que simplemente no apostaban por el proyecto de UNT y que prefirieron tratar de mantener su poder sindical en algunos sectores concretos donde se sentían fuertes, optaron por crear pequeños sindicatos sectoriales de corte “independiente” que en no pocos casos tuvieron cierto peso en su ámbito de actuación (y algunos lo siguen teniendo, aunque ya sin la menor vinculación con su origen). No obstante, su nula coordinación les restó representatividad a nivel nacional, lo que supuso de hecho su marginación fuera del ámbito más inmediato de su actividad representativa.

La Transición, pese a lo que suele decirse, no fue el proceso modélico y democrático que actualmente se pretende mostrar –y que no deja de ser un mito–, y en el aspecto sindical se caracterizó por una gran conflictividad laboral tras la que no se escondía una oposición sindical fuerte al proceso de desintegración de los derechos laborales adquiridos, sino que con ella se enmascaraba en realidad una auténtica cesión en toda regla frente al poder político. Es decir, la conflictividad sindical fue la coartada perfecta para sacrificar de hecho a los trabajadores en holocausto a los dioses de los partidos políticos, y ello se puede resumir en cuatro momentos clave: los denominados “Pactos de la Moncloa” de 1977, la aprobación de la Constitución Española de 1978, la promulgación del Estatuto de los Trabajadores en 1980 y la Ley Orgánica de Libertad Sindical de 1985.


Los “Pactos de la Moncloa” y el ámbito sindical

La Transición se desarrolló en un contexto de grave y persistente crisis económica, provocada inicialmente por la crisis del petróleo de 1973, pero muy agudizada por la inestabilidad política y por la nefasta gestión de los distintos e incompetentes gobiernos de la Transición (incluido el sacrificio de grandes sectores productivos, especialmente la industria pesada, en aras de la entrada en la CEE). Mientras que en 1959 el PIB español por habitante era del 56% del de los nueve países fundadores de la CEE (hoy UE), en 1975 era ya del 79,2%, bajando al 70,8% en 1985 (en 2010, pese a décadas de esfuerzos para lograr una mayor “convergencia”, era aún del 75,4%). La tasa de desempleo se disparó desde el 3,74% en 1975 (medio millón de parados) hasta el 20,75% en 1985 (casi 3 millones). Asimismo, mientras que en 1975 el empleo efectivo llegaba a 12,91 millones, en 1985 se había reducido a 11,34 millones. El empleo asalariado se contrajo en ese período desde los 9,8 millones hasta los 7,7 millones y la conflictividad laboral aumentó exponencialmente en 1976, creándose una situación de tensión que amenazaba con hacer naufragar todo el proceso de la Transición.

Es en este contexto cuando se gestan los conocidos como “Pactos de la Moncloa” (cuyo verdadero nombre era “Acuerdo sobre el programa de saneamiento y reforma de la economía”) del 27 de octubre de 1977 (negociados y firmados al margen del pueblo y del Parlamento, sin debate público ni votaciones) y del que los sindicatos UGT y CCOO siempre han querido resaltar que no fueron firmantes, ya que supusieron un enorme sacrificio por parte de los trabajadores con el fin de salvar un proceso de Transición que hacía agua por todas partes. Evidentemente se exigía a UGT y CCOO una traición en toda regla a los trabajadores (congelación salarial generalizada –que incluso se garantizaba autorizando a las empresas a despedir hasta al 5% de sus plantillas si la presión sindical obligaba a aceptar subidas salariales superiores al IPC previsto–, freno de las reivindicaciones y huelgas, imposición de nuevos impuestos como el IRPF o el IVA, reducción del gasto social, traspaso de las Mutualidades Laborales –con sus ingentes fondos, que superaban los 50.000 millones de pesetas– al Instituto Nacional de la Seguridad Social –pasando con ello de su control social al político–, traspaso de los servicios sindicales de empleo y formación al nuevo Instituto Nacional de Empleo, etc.), por lo que se decidió contar con ambas organizaciones sindicales, a las que se prometían suculentas compensaciones a cambio de su anuencia: había sobre la mesa numerosas subvenciones y “devoluciones” (asignaciones más bien) patrimoniales que en ese momento interesaban mucho más a UGT y CCOO, apoyando esa traición a los trabajadores que fueron los “Pactos de la Moncloa” a cambio de numerosas prebendas legales y económicas. De hecho aún hoy se siguen “devolviendo” locales que nunca fueron suyos o que se construyeron décadas después. Es de destacar cómo son capaces incluso de declararse herederos del viejo Sindicato Vertical para justificar esas “devoluciones”, como es el caso, verdaderamente sorprendente e insólito, de CCOO.

En cualquier caso, aunque formalmente CCOO y UGT no figuraron como firmantes de los “Pactos de la Moncloa” (por ser un pacto sólo firmado por los partidos políticos con representación parlamentaria –UCD, PSOE, AP, PDC, PCE, PSP, etc.–, aunque como ya dijimos, completamente ajeno al propio Parlamento –lo que no dejaba de ser una ilegalidad manifiesta que trató de subsanarse a posteriori de forma insólita: llevando los Pactos al Congreso de los Diputados el mismo día de su firma, y al Senado el 11 de noviembre, sin seguir los trámites legalmente previstos, para su ratificación por ambas cámaras–), lo cierto es que ambos sindicatos formaron parte activa de los Pactos y estamparon su firma en una parte esencial del documento que, ciertamente, no era el documento teóricamente oficial final. En concreto, el documento oficial tenía un preámbulo, titulado “Criterios previos aprobados el día 9 de octubre de 1977. Resumen de trabajo”, en el que –efectivamente– figuraron como firmantes Nicolás Redondo por UGT y Marcelino Camacho por CCOO (además de Adolfo Suárez como Presidente del Gobierno, Enrique Fuentes Quintana como Vicepresidente del Gobierno y Ministro de Economía, Felipe González por el PSOE, Santiago Carrillo por el PCE y Enrique Tierno Galván por el PSP), por lo que en realidad sí puede decirse que UGT y CCOO formaron parte de los “Pactos de la Moncloa”. De hecho, en el Informe General presentado al I Congreso Confederal de CCOO, se trató de justificar esta clara traición a los trabajadores en que había que “sanear la economía para consolidar la democracia”, lo que no dejaba de ser una clara confesión de parte de que se habían sacrificado los intereses de los trabajadores en aras del proyecto político de la Transición (renunciando incluso a la huelga, instrumento que hasta entonces habían utilizado sistemáticamente cuando la estrategia política del PCE lo aconsejaba). Al menos no tuvieron el cinismo de negarlo…


La Constitución Española de 1978

La Constitución de 1978 dicen muchos juristas que “constitucionalizó” el derecho al trabajo, olvidando que tal derecho ya formaba parte de la legislación constitucional anterior (las Leyes Fundamentales del Movimiento, y particularmente el Fuero del Trabajo), consagrando el reconocimiento formal de una serie  de derechos y libertades cuya efectividad real es nula, pues según la doctrina constitucionalista se trata de principios constitucionales de valor meramente “programático”. De este modo, el Título I comprende un total de 46 artículos consagrados a “los derechos y deberes fundamentales”, siendo muchos de ellos verdadero papel mojado.

La Constitución de 1978 definió el Estado como “social y democrático de derecho”, por lo que el Estado goza de la posibilidad –e incluso de la obligación– constitucional de intervenir en el ámbito de las relaciones de trabajo mediante la promulgación de la oportuna legislación laboral. Además de eso, la Constitución incorporó la figura del Sindicato otorgándole un carácter político de mucha menor relevancia que la que tenía el Sindicato oficial de la legislación franquista. En efecto, el Sindicato interviene en los espacios de producción de bienes y servicios, representando los intereses económicos de los trabajadores, pero sin la menor autoridad en la materia como órgano del Estado. También lo hace representando intereses sociales en la educación, la sanidad o en los sistemas de protección. En tercer lugar, la Constitución reconoce los derechos a la negociación colectiva, de libertad –es decir, de división– sindical y de huelga. A su vez, el derecho de huelga queda definido de manera que, más allá de las condiciones laborales en la empresa, puede ejercerse por cuestiones relacionadas con el mundo laboral que exceden el ámbito de la empresa, como las reformas en la legislación laboral y/o social. La Constitución configuró, asimismo, un modelo de Derecho del Trabajo ambiguo, aunque más bien de orden “fordista” (incentivar los salarios para que los trabajadores puedan consumir, tal y como proponía el empresario estadounidense Henry Ford) e incluso “keynesiano” (políticas monetarias expansivas por parte del Estado para fomentar la actividad productiva y entrar en una dinámica virtuosa de tipo “fordista” que haga que la demanda estimule la oferta, según los principios del economista británico John Maynard Keynes), aunque al mismo tiempo permite políticas económicas más liberales y menos intervencionistas. Se trata de un Derecho del Trabajo concebido en un escenario de pleno empleo, que incluye el contrato de trabajo estable y la protección contra el despido injustificado, algo que se irá alterando con las sucesivas normativas legales y reformas laborales cada vez más liberales. 


El Estatuto de los Trabajadores de 1980

En 1979 se acrecentaron los desacuerdos entre UGT y CCOO, sobre todo a causa del proyecto de Estatuto de los Trabajadores (ET). El 10 de julio, UGT y la organización empresarial CEOE (Confederación Española de Organizaciones Empresariales) anunciaron el Acuerdo Básico Interconfederal (ABI), cuyo contenido serviría de base para el posterior Estatuto de los Trabajadores. De ese modo se inauguró una estrategia destinada a modificar radicalmente la legislación laboral y aislar y debilitar en lo posible a las CCOO si no aceptaban caminar por la senda marcada, además de marginarlas de la concertación y de la negociación colectiva. De esa estrategia participaron el Gobierno de UCD, el PSOE y UGT. El ABI favorecía un modelo sindical que primaba las secciones sindicales (creadas por cada sindicato y sometidas a su disciplina) frente a los organismos de representación unitaria (los elegidos por los trabajadores), y que en ese momento beneficiaba a UGT –que había sufrido una derrota en las elecciones sindicales el año anterior y, por tanto, gozaba de menor representatividad democrática–. CCOO prefería apostar por los órganos de representación unitaria (los comités de empresa), idea que respondía mejor a su tradición más bien unitaria y le garantizaba más poder gracias a su victoria electoral, aunque finalmente cedió en sus pretensiones y protestas por orden del PCE, como luego veremos. El ABI supuso un balón de oxígeno para el Gobierno de UCD y al PSOE le permitió presentarse como alternativa electoral, pero fue un pacto que en materia de de desempleo no aportó nada y permitió que la tasa de paro continuara creciendo de forma desbocada. Como siempre, los trabajadores salieron perdiendo.

CCOO se vio marginada de las negociaciones del Estatuto de los Trabajadores, debido fundamentalmente al veto de la CEOE y del Gobierno de la UCD, por lo que inició una serie de movilizaciones y protestas que, cuando cobraron más intensidad y se llegó a plantear la convocatoria de una huelga general en el otoño, fueron paralizadas por orden expresa de la dirección del PCE (lo que demostraba por enésima vez el elevado grado de servilismo y sumisión partidista de CCOO), ya que dicho partido no quería quedarse al margen del acuerdo parlamentario del ET. Una vez más las CCOO no dudaban en sacrificar la defensa de los intereses de los trabajadores si así lo exigía la estrategia del PCE, y ello mientras se les llenaba al mismo tiempo la boca con invocaciones a las decisiones democráticas de los trabajadores en las asambleas y al papel central de los órganos unitarios de representación. Los hechos demostraban que todo ello se quedaba en papel mojado en cuanto el PCE daba una orden contraria, en cuyo caso la democracia dejaba de tenerse en cuenta… No obstante, conviene recordar que el concepto comunista de “democracia” siempre fue muy peculiar, y hasta los regímenes y partidos más estalinistas o trotskistas gustaban de autodefinirse como “democráticos”. 

En 1980 volvieron a reeditarse los acuerdos centralizados. Esta vez, CEOE y UGT, con la posterior adhesión de USO, firmaron el Acuerdo Marco Interconfederal (AMI). El AMI reforzó el papel de UGT en la negociación colectiva y profundizó la marginación de CCOO, que en solitario seguía manteniendo una actitud de aparente confrontación con la patronal y UGT (siempre con el permiso del PCE y de acuerdo a su estrategia política), aunque para muchos no era nada creíble y que, en cualquier caso, no fue ajena a la derrota que sufrió esta vez en las elecciones sindicales de 1982. 

El ET, que fue pactado durante 1979 en el Parlamento entre el PSOE y el Gobierno de la UCD, contó con el apoyo sindical de UGT y la oposición de la mayoría de las demás organizaciones sindicales, aunque generalmente sin demasiada firmeza y más bien con la boca pequeña (ninguna de las organizaciones más importantes quería poner en riesgo la Transición que tanto les convenía, aunque ello supusiera resignarse al retroceso en materia de derechos laborales). Las razones de este rechazo residían en la consideración de que el ET recortaba los poderes de la asamblea de trabajadores y del Comité de Empresa, mientras reforzaba el papel de las secciones sindicales en el centro de trabajo (lo que contravenía las propuestas unitarias y reforzaba el papel de los sindicatos individualmente considerados) y abría la puerta a pactar la acumulación en determinadas personas de las horas sindicales remuneradas que se reconocían a los representantes elegidos, lo que permitía a los sindicatos disponer de numerosos “liberados” a tiempo completo cuyo salario era abonado por las empresas y administraciones públicas. Asimismo, el ET excluía al personal civil de la Defensa, así como a los trabajadores del servicio doméstico. Finalmente, hubo oposición a la mayor facilidad que suponía para los despidos, pues se alteraban radicalmente las consecuencias del despido improcedente y su indemnización. 

El caso de la modificación del despido improcedente obliga a recordar que en 1973 se había aprobado un texto refundido de la Ley del Procedimiento Laboral que regulaba sus consecuencias en el artículo 104, el cual fue modificado en 1976, manteniendo, junto a una indemnización modesta, la capacidad de elección para el trabajador entre la readmisión y la indemnización, además de la garantía de los salarios de tramitación hasta el momento de la sentencia. Se entendía, con toda lógica, que si un despido se declaraba “improcedente”, el propio adjetivo implicaba que era el empresario quien había cometido una irregularidad que no podía premiarse dejando en sus manos la opción entre la readmisión y la indemnización. Así pues, se establecía como obligatoria la readmisión a voluntad del trabajador, salvo en los casos en los que se pudiera acreditar que la convivencia laboral pudiera resentirse, en cuyo caso se establecía una indemnización de 60 días por año trabajado, con un mínimo de 6 meses y un máximo de 60 (actualmente la indemnización es de 33 días por año trabajado con un máximo de 24 mensualidades y sin mínimo alguno ni salarios de tramitación cuando no se opta por la readmisión, opción que ya económicamente casi nunca compensa elegir). Además de todo ello, el Magistrado podía ampliar la indemnización valorando la antigüedad del trabajador, las condiciones de su contrato, las posibilidades de encontrar un nuevo empleo adecuado, la dimensión y características de la empresa y las circunstancias personales del trabajador (tener familia numerosa, ser mayor de 40 años o tener algún grado de minusvalía).

En el momento previo a la aprobación del ET, la regulación de los derechos laborales era en términos generales la más generosa que nunca habían tenido los trabajadores en España hasta entonces: readmisión en sus propios términos ante el despido improcedente (con elección del trabajador e indemnización como la ya descrita si la misma no era posible); laboralización de algunas relaciones de trabajo especiales; presunción directa de la contratación indefinida; reforzamiento de la subrogación empresarial; exigencia de visado del finiquito; exigencia de expediente para el traslado, fuerte causalidad y derecho de consorte; disminución de la jornada laboral de 48 a 44 horas semanales y descanso de 12 horas entre jornada y jornada; descanso de 15 minutos en la jornada continua de 6 horas; autorización administrativa para la modificación del horario; ampliación de la maternidad posparto a 8 semanas y de la excedencia por maternidad hasta 3 años; derechos de participación de los trabajadores en la gestión de las empresas constituidas como Sociedades; constitución del FOGASA (Fondo de Garantía Salarial); previsión de la revisión semestral del SMI (Salario Mínimo Interprofesional) si el índice general del coste de la vida aumentaba un 5%, etc.

En 1980 se aprueba finalmente el ET, cuyo artículo 56 le otorga al empresario la facultad de ser él quien pueda elegir entre la readmisión y la indemnización, lo que no dejaba ser una inexplicable consecuencia positiva para quien había condenado por despedir de forma improcedente al trabajador. La indemnización desciende en todos los casos de improcedencia a 45 días por año y el máximo (no hay mínimo) se rebaja a 42 mensualidades, desde las 60 anteriores. Los salarios de tramitación quedan salvados (hasta la reforma laboral de 2012, que es cuando desaparecen), descontando los que el trabajador haya podido obtener si consiguió otro empleo. Hay una rebaja a empresas de menos de 25 trabajadores para pagar la indemnización, un 25%, y el FOGASA asumía un 40% de la cantidad resultante (lo que suponía asumir una responsabilidad económica colectiva por los despidos realizados de forma improcedente). El Estado se hace cargo de una parte de los salarios de tramitación si se producen retrasos en la resolución judicial.

El ET de 1980 reguló las relaciones individuales de trabajo (rebajando muchos derechos adquiridos), los derechos de reunión y representación en la empresa (consolidando el sacrificio de la sindicación unitaria obligatoria en favor de la división sindical de los trabajadores y del debilitamiento de los comités de empresa), la negociación de los convenios colectivos (que sufre un duro golpe al eliminarse el principio de consolidación de los derechos pactados, pues cada convenio anula al anterior), dejó sin representación a las pequeñas empresas de cinco o menos trabajadores (un vacío importante si tenemos en cuenta la estructura empresarial del país, formada en gran medida por este tipo de empresas, pero que sirvió para facilitar la hegemonía de UGT y CCOO sobre multitud de pequeños sindicatos sectoriales, como luego veremos), se eliminó la “paga de beneficios” (que era una fórmula provisional previa a la regulación legal de la participación proporcional, y que ahora sólo podía mantenerse si así se pactaba en convenio colectivo), desapareció la regulación legal tanto del “plus familiar” (que se abonaba en función del número de hijos del trabajador a cargo de un fondo específico de ámbito general al que cotizaban todas las empresas y trabajadores) como del “plus de antigüedad” (que ahora sólo se podía acordar en la negociación colectiva) y eliminó el derecho a la representación de los trabajadores en los Consejos de Administración de las Sociedades (introducido por la Ley 41/1962, de 21 de julio). Además, el ET de 1980 (sobre todo tras su primera reforma de 1984) abrió la puerta a la contratación temporal (hasta entonces todos los contratos eran de entrada fijos) y legalizó el despido colectivo.

En el verano de 1981 se firmó el Acuerdo Nacional de Empleo (ANE), que fue un pacto tripartito en el que participó CCOO, que ya parecía dejar de aparentar que luchaba contra la pérdida de derechos laborales. El ANE introdujo de nuevo la disciplina salarial (que incluyó a los funcionarios), al tiempo que se pactó la presencia de los denominados “agentes sociales” en diversas instituciones públicas –INEM, INSS, INSERSO, etc.–, lo que supuso un mayor reconocimiento e institucionalización de los sindicatos del Régimen de 1978 y su fortalecimiento por exclusión de los demás, así como la financiación pública de los mismos (en lugar de vivir de las cuotas de sus afiliados para garantizar su independencia, algo que hubiera sido muy fácil de conseguir con la sindicación obligatoria, aunque no fuera en un sindicato único) y el desbloqueo de la acordada cesión del patrimonio sindical (aunque esta cesión tardaría en completarse una década). Obviamente el patrimonio sindical acumulado se cedió en usufructo, no en propiedad (como algunos erróneamente creen, confundiendo la cesión de “patrimonio sindical acumulado” con la devolución de “patrimonio histórico”). 

En 1983 se firmó el Acuerdo Interconfederal (AI), que abordaba cuestiones relativas a la negociación colectiva, el control de la inflación y el desarrollo de los derechos sindicales. Además, el nuevo Gobierno del PSOE se comprometió a reducir la jornada hasta las cuarenta horas semanales, aunque la aplicación de esta medida no vería la luz hasta el año siguiente. Fue, asimismo, un pacto de rentas que, a la postre, se saldó con una pérdida del poder adquisitivo de los trabajadores del 0’8%. Nuevamente, como sucedió de forma constante durante la transición, los sindicatos del Régimen de 1978 demostraban su absoluta ineficacia a la hora de defender los derechos de los trabajadores, los cuales veían cómo tenían que soportar constantes retrocesos a cambio de ventajas sindicales miserables que sólo beneficiaban a las estructuras de UGT y CCOO, pero no tanto a los propios trabajadores.

En octubre de 1984 se firmó el Acuerdo Económico y Social (AES), un acuerdo tripartito al que CCOO no se sumó y que abordaba asuntos relativos a la negociación colectiva, el control de la inflación, nuevos modelos de contratación, la protección al desempleo o la devolución del patrimonio sindical. Paralelamente, el Gobierno del PSOE introdujo un amplio abanico de contratación temporal, además de multiplicar las modalidades de contrato y reforzar la precariedad de los mismos. De este modo, en el ET se introdujeron hasta 16 nuevas modalidades de contrato. Todo ello supuso el incremento rápido de la contratación temporal, desde el 12% de 1985 hasta el 20% dos años después (porcentaje que se ha ido superando con los años). 

La reforma de la Seguridad Social fue lo que generó las primeras tensiones realmente fuertes entre la UGT y el Gobierno del PSOE, lo que facilitó un acercamiento entre UGT y CCOO. A principios de junio ambas organizaciones convocaron manifestaciones unitarias de protesta, pero el acercamiento se rompió cuando el día 20 de ese mismo mes CCOO convocó junto con otros sindicatos minoritarios –USO y CNT– y separatistas –ELA e INTG– la primera huelga general de la democracia y UGT se desvinculó a fin de no dañar al Gobierno del PSOE, el partido del que seguía siendo correa de trasmisión (como CCOO lo seguía siendo del PCE). La participación en la huelga no fue demasiado importante y el Gobierno de Felipe González presentó y aprobó en el Parlamento la Ley de Reforma de la Seguridad Social, que endureció claramente las condiciones de acceso a las pensiones, alargando los períodos de cotización. 

La atmósfera social se hallaba, asimismo, caldeada por la mal llamada “reconversión industrial”. Ante ella UGT mantuvo una postura más proclive al acuerdo con el Gobierno, mientras CCOO (y la mayoría de sindicatos minoritarios) sostuvo posiciones algo más reivindicativas. Esas diferencias se manifestaron especialmente entre las federaciones del Metal de ambos sindicatos, sirviendo para acentuar la división sindical en España. La reconversión se saldó, como casi siempre, sacrificando el modo de vida presente y de las futuras generaciones a cambio de dinero: con indemnizaciones más o menos generosas y con la garantía de altas pensiones en aquellas grandes empresas con una gran presencia y organización sindical (mientras que los trabajadores de las pequeñas empresas fueron vilmente abandonados). Como también sucedió con el sector agrario y, sobre todo, ganadero, los sindicatos del Régimen de 1978 aceptaron sacrificar el presente y el futuro de los españoles, es decir, el modo de vida y la capacidad real para poder producir y así ganarse honrada y laboriosamente la vida. Así los trabajadores se sentían generosamente compensados, pero con ello se aceptaba un mal trato que hipotecaba el futuro de sus hijos para siempre, algo que pudo ser posible gracias sobre todo a UGT y CCOO, más preocupadas por seguir las directrices políticas de los partidos a los que se debían (manteniendo al mismo tiempo en lo posible la imagen de estar defendiendo los intereses de los trabajadores), que en pensar en el futuro de los españoles. En el futuro o no pensaban, o preferían no pensar… ¡Que arreen los que vengan detrás! (debieron pensar).

Dado que en CCOO existía algo más de pluralidad que en UGT –al menos entre las bases–, los efectos de su postura ante la reconversión industrial terminaron afectando también a su unidad interna, lo que quedó en evidencia con la sustitución de Marcelino Camacho (un sindicalista honrado –a nivel personal–, pero que no dudó en sacrificar los intereses de los trabajadores cuando entendía que ello era necesario para acatar la estrategia política del PCE) al frente de CCOO en el IV Congreso Confederal. 

En el contexto de mediados de los años ochenta, las CCOO estaban sumidas en tremendas contradicciones internas, como demuestra el hecho de que por un lado fueran inequívocamente partidarias de la entrada de España en la CEE (una entidad económica internacional de inspiración a todas luces liberal-capitalista), y al mismo tiempo criticaran las consecuencias económicas y laborales que ello suponía (¡como si lo segundo no tuviera por qué ser la consecuencia lógica de lo primero!). Ante semejante contradicción, las CCOO trataron de salvar la cara ante su militancia más ideologizada recurriendo a cuestiones ajenas al mundo laboral que sirvieran de aglutinante y desviaran la atención: la campaña contra la permanencia de España en la OTAN durante 1985 y 1986, diversas campañas de solidaridad con el pueblo saharaui, con las luchas izquierdistas de El Salvador y Nicaragua, o frente a las dictaduras de Hispanoamérica y el Apartheid sudafricano. 


Ley Orgánica de Libertad Sindical de 1985

En 1985 se hacía a todas luces evidente el fracaso total del sindicalismo oficial del Régimen de 1978 en orden al mantenimiento –y menos aún, avance–, en materia de derechos laborales, pues sólo había servido de “coartada social”, permitiendo una constante pérdida de los mismos en todos los órdenes (algo que no hubiera permitido nunca un verdadero sindicalismo independiente y apartidista que hubiera puesto los intereses de los trabajadores por encima de los distintos objetivos políticos de PSOE y PCE, los partidos a cuyos intereses políticos servían UGT y CCOO de forma descarada), al tiempo que ese año se registraba la tasa de desempleo más alta jamás conocida en España hasta entonces (aunque con el tiempo se haya conseguido superar con creces esa tasa). Los acuerdos centralizados realizados entre 1977 y 1986 resultaron ser tan poco eficaces como la mayoría de pequeños sindicatos denunciaban, pero pese a las críticas siempre salían adelante por la prepotencia de UGT y CCOO, que despreciando a todos los demás acababan imponiendo su voluntad, siempre de acuerdo a las instrucciones que recibían desde el PSOE y el PCE. Así es como se explica que entre 1979 y 1986 el poder de compra de los salarios descendiera un 8,2%. La tasa de cobertura al desempleo también cayó a lo largo de esos años (con excepción de 1980). 

Los Gobiernos de UCD y PSOE incumplieron reiteradamente lo pactado en materia social, especialmente en lo referente a la lucha contra el desempleo, y es así como el PSOE decide dar un paso más para contentar a UGT y CCOO, concediéndoles de forma institucionalizada el oligopolio de la representatividad sindical: la LOLS (Ley Orgánica de Libertad Sindical) de 1985, mediante la que se regula y tutela la “libertad sindical” y la acción sindical en general. Esta ley creó la categoría de “sindicato más representativo a nivel estatal”, mediante la que se concedía una serie de privilegios a los sindicatos que tuvieran una representatividad superior al 10% a nivel nacional –sólo UGT y CCOO– (artículo 6), lo que suponía darles la exclusividad de la representatividad e interlocución institucional a nivel nacional y autonómico, la capacidad de promover elecciones sindicales o pactar convenios en cualquier empresa o sector (aunque carecieran en ese ámbito de presencia alguna), etc. 

Como ejemplo muy ilustrativo de las consecuencias de estos privilegios que consagra la LOLS se puede poner lo que sucedió en el año 2001 en el sector de de administraciones de loterías: hasta entonces UNT, que era el sindicato mayoritario a nivel nacional en dicho sector (donde tenía más de 500 afiliados), había firmado durante décadas los distintos convenios colectivos con la patronal, la Federación Nacional de Asociaciones Profesionales de Administradores de Loterías (FENAPAL). Si embargo, un antiguo falangista disidente, Miguel Hedilla –hijo del histórico falangista Manuel Hedilla–, creó una nueva organización patronal, la Agrupación Nacional de Asociaciones Provinciales de Administradores de Loterías (ANAPAL), para, por un lado, competir con la FENAPAL, y por otro, expulsar de la negociación colectiva del sector a UNT (con cuyo Presidente, Rafael Muñiz, mantenía profundas diferencias desde que en 1995 Miguel Hedilla había protagonizado una escisión en el partido FE-JONS –al que hasta ese año pertenecían ambos–, y ello pese a que Muñiz –que seguía perteneciendo a dicho partido– siempre mantuvo escrupulosamente la independencia de UNT respecto a cualquier partido político). Para ello, ANAPAL no dudó en buscar el auxilio de UGT y CCOO, quienes, pese a no tener ninguna representatividad en el sector, estuvieron encantadas de hacer valer su privilegio en materia de negociación colectiva como “sindicatos más representativos a nivel estatal” y firmaron un convenio excluyendo a UNT de la negociación. De nada sirvió que inicialmente FENAPAL no reconociera representatividad alguna a UGT y CCOO en el sector, pues la LOLS sí les facultaba para firmar el Convenio y no era necesaria la firma de FENAPAL desde el momento en que ANAPAL, UGT y CCOO se reconocían mutuamente como entidades legitimadas para negociar por cada una de las partes, por lo que a FENAPAL no le quedó más remedio que sumarse a la negociación colectiva o quedar excluida de la misma. Desde entonces los sindicatos firmantes del Convenio han sido únicamente UGT y CCOO, sin que UNT pudiera hacer valer su representatividad ni siquiera por la vía judicial, pues tratándose de empresas pequeñas –de 5 o menos empleados– la exclusión legal de la posibilidad de tener representación unitaria venía a consagrar de hecho la preeminencia del privilegio de UGT y CCOO como “sindicatos más representativos a nivel estatal”. 

El ejemplo anterior es muy ilustrativo de lo que ha sucedido en muchos sectores (especialmente en los que engloban a pequeñas empresas donde no puede haber representación unitaria por exclusión legal) y de cómo en ellos UGT y CCOO –sin necesidad de tener representación alguna– han expulsado de la negociación colectiva a multitud de pequeños sindicatos que en esos sectores sí eran realmente representativos, para lo cual han colaborado con determinadas organizaciones patronales que, obviamente, siempre estaban dispuestas a negociar con esos sindicatos si eso mejoraba su posición negociadora.

Al mismo tiempo, para satisfacer las aspiraciones de los sindicatos separatistas –especialmente de ELA/STV, el sindicato vinculado al Partido Nacionalista Vasco– y facilitar su estrategia de profundización en la reducción de la dependencia sindical de los sindicatos de ámbito nacional, la LOLS creó también (artículo 7) la categoría de “sindicato más representativo a nivel de Comunidad Autónoma” para aquél que tuvieran una representatividad superior al 15% a dicho nivel y contara al menos con 1.500 representantes unitarios, gozando en tal caso en su ámbito autonómico de los mismos privilegios que los anteriores. 

La LOLS, por tanto, profundizó en la división sindical, tanto en lo referente a separación organizativa de los sindicatos, como en la representatividad, pues mantiene la doble representación, unitaria (comités de empresa y delegados de personal) y sindical (secciones sindicales y delegados sindicales), sólo que dando preferencia a la segunda en  casi todos los ámbitos, especialmente en la negociación colectiva y en la organización de las elecciones sindicales. Este segundo aspecto es especialmente grave, ya que supuso dejar en manos de los propios sindicatos interesados la convocatoria y control –facilitado sobre todo gracias a todo un ejército de “liberados” dedicados en exclusiva a esta tarea– de las elecciones sindicales, las cuales se organizan y desarrollan al margen de cualquier administración pública (la Dirección General de Trabajo de la respectiva Comunidad Autónoma se limita a archivar y registrar la documentación que se le facilita a fin de acreditar la representatividad de cada sindicato). Es como si la convocatoria, organización y supervisión de las elecciones generales estuviera en manos de los partidos políticos en lugar del Ministerio del Interior y este se limitara a recopilar las actas y datos que le faciliten... Eso que sonaría tan absurdo en el ámbito electoral político es exactamente lo que pasa en el sindical, donde se llega al extremo de que los árbitros encargados de resolver mediante Laudo arbitral las posibles reclamaciones electorales son designados a propuesta de los “sindicatos más representativos”, con lo cual UGT y CCOO tienen garantizado un control casi total del proceso de principio a fin (a excepción de la vía judicial y de los miembros de las mesas electorales). Tal y como es de suponer, la realidad ha convertido las elecciones sindicales en un inmenso fraude que permite a UGT y CCOO mantener su hegemonía, impidiendo que los sindicatos más pequeños puedan competir con ellos en igualdad de condiciones. Por ello UGT y CCOO dedican gran parte de sus recursos a mantener el control férreo de los procesos electorales, llegando a reconocer CCOO en un reciente documento interno lo siguiente: “invertimos 10 veces más recursos humanos y económicos en los procesos electorales que en el impulso de la afiliación al sindicato.” (“Repensar el Sindicato. Hicimos, hacemos, haremos Historia”; mayo de 2016; página 83)


4.- Balance, situación actual y el debate del sindicalismo unitario
  
En 1987, CCOO realizó su propio balance de la concertación social de los años de la Transición en su IV Congreso Confederal. En una de sus ponencias, que reconocía implícitamente su fracaso, se decía textualmente lo siguiente: “la transición no se ha saldado positivamente para los trabajadores y para el movimiento sindical ni en el plano de la correlación de fuerzas a nivel político ni en cuanto al desarrollo de los derechos, libertades y poder institucional de los sindicatos”.

Los actuales sindicatos clasistas afectos al Régimen de 1978 han demostrado servir únicamente para maquillar los fallos en materia social del sistema económico capitalista y servirle de coartada social, pues durante la Transición –si no mucho antes– renunciaron completamente a promover alternativa alguna al Sistema y se limitaron a ir a remolque de las distintas reformas gubernamentales, limitándose a hacer reclamaciones concretas y parciales, y asumiendo en todo caso –al menos de forma clara y evidente UGT y CCOO– las directrices que les marcaban sus partidos de referencia –PSOE y PCE–, demostrando con ello una auténtica sumisión que, por un lado fue una verdadera traición a los trabajadores que decían representar, por otro lado la misma les fue debidamente premiada, garantizándoles el oligopolio de la representatividad sindical y suculentos ingresos en forma de subvenciones, “devoluciones” patrimoniales, negocios anejos (como los de formación profesional), etc.

Por ello resulta en gran medida lógica y coherente la crítica que los liberales hacen a este tipo de sindicatos: que distorsionan las leyes del mercado libre. ¡Por supuesto que lo hacen! José Antonio Primo de Rivera lo explicó en su día de una manera bastante ilustrativa: sin pretender alterar las bases del sistema capitalista, sin ser –ni pretender ser– una alternativa a este injusto sistema económico, estos falsos sindicatos se dedican a “echarle arena en los cojinetes” al Sistema.

El panorama sindical “oficial” es tan lamentable en España que no es de extrañar el escaso interés de los trabajadores por sindicarse. El porcentaje de afiliación a los sindicatos es muy bajo (entre el 15% y el 19%, según las fuentes), y eso se debe principalmente al desprestigio que tienen los sindicatos oficiales, UGT y CCOO principalmente, anclados en una forma de hacer “sindicalismo” más bien propia del siglo XIX, y eso sólo en el mejor de los casos. En otros, y esto es lo más frecuente, los sindicalistas oficiales parecen sufrir más por sus subvenciones, por sus sueldos de “liberados” y sus “horas sindicales retribuidas” y por su burocracia funcionarizada, que por los problemas de los trabajadores a los que se supone que representan y debieran defender; unos sindicatos oficiales que se financian de forma irregular con las concesiones que les hacen las patronales en las negociaciones de expedientes de Regulación de Empleo (v.gr. el caso de los ERE de Andalucía, que en realidad se da en mayor o menor medida en todas las regiones), despidos colectivos, convenios, cursos de formación fantasmas y hasta la administración de fondos de pensiones con los distintos gobiernos; unos “sindicatos” que son capaces de dar su apoyo a la reforma laboral de 2006 (con las posteriores fueron más críticos, pero siempre con reacciones controladas, de “baja intensidad”, a fin de canalizar el descontento obrero sin dejar que se saliera fuera del Sistema), los mismos “sindicatos” que convocan huelgas por mucho menos si los intereses políticos así se lo aconsejan, o que negocian  con el Gobierno enormes cantidades de dinero e inmuebles en concepto de devolución de “patrimonio sindical histórico” cuya justificación en gran parte de los casos es insostenible (unas veces porque ese sindicato no existía antes de 1936 y poco se le pudo expropiar pues, otras porque se devuelve lo que nunca se tuvo con la finalidad de ayudar a compensar a los miles de trabajadores que fueron estafados con la cooperativa “PSV” de UGT…). Y es que, aunque siempre haya en todos los sindicatos algunos buenos sindicalistas que de verdad se preocupan sinceramente de los problemas de los trabajadores, el panorama general que ofrecen esos “sindicatos oficiales” es ciertamente desolador, especialmente desde que la caída del muro de Berlín y del socialismo de Estado les dejara desubicados ideológicamente. Por eso son cada vez más los que consideran necesario dar carpetazo a ese falso sindicalismo traidor, decadente, aburguesado, funcionarizado y desfasado, a esa auténtica estafa a los trabajadores españoles, considerando que es preciso construir un nuevo sindicalismo nacional. El problema es que resulta muy complicado para los demás sindicatos competir con UGT y CCOO, dado el blindaje legal que la LOLS les da para mantener su oligopolio.

Frente a este sindicalismo decadente, en España se ofrecen diversas “alternativas”, desde el sindicalismo a medias de los pequeños sindicatos “independientes” o meramente “profesionales” (entre los que hay una gran variedad, pero cuya actuación es muy limitada y sus miras de muy corto alcance, sin ofrecer ninguna alternativa de fondo y en no pocos casos actuando como “sindicatos amarillos” al servicio –voluntaria o involuntariamente, pues de todo hay– de otros intereses que no son los de los trabajadores), hasta los de izquierda y extrema izquierda (CGT, CNT, SO, SAT, etc.), que a estas alturas ya no tienen nada nuevo que ofrecer (salvo volver a modelos ya demasiadas veces fracasados), pues desde la caída del Muro de Berlín se han quedado ideológicamente huérfanos y desubicados, por más que parezcan revivir al calor de la crisis actual del sistema capitalista.

Mención aparte merece el fenómeno de “Podemos”, que en el campo de la política ha irrumpido con inusitada fuerza aprovechando el descrédito del régimen actual y de la “casta” de los políticos, para lo cual no han dudado en copiar gran parte del mensaje que ya ensayaron el 15-M de 2011: los políticos actuales “no nos representan”; “Democracia Real Ya”; políticos como “casta” parasitaria; banqueros usureros; no a la globalización capitalista y recuperación de la soberanía nacional (al menos en teoría, pues la realidad es muy distinta) en materia económica; vivienda digna para todos; trabajo digno, estable y con derechos; defensa de los servicios públicos; medios de comunicación manipuladores; etc.

Del “Círculo Podemos Sindicalistas” ha surgido el sindicato “Somos Sindicalistas”, o “Somos” (como se suelen denominar informalmente para dar más imagen de relación con “Podemos”, una dependencia problemática, como veremos), que fue legalizado el 31 de octubre de 2014 y que en 2015 celebró su asamblea constituyente. 

No obstante, “Somos” tiene varios problemas de entrada, sobre todo estratégicos: 

1º.- No le conviene a “Podemos” enfrentarse en demasía con UGT y CCOO porque justamente de ellos en gran medida se nutre (sobre todo de los movimientos por ellos creados de las famosas “mareas” –blanca de los sanitarios, verde de los profesores, etc.–), lo que hace que haya un debate interno intenso sobre apoyar o no de forma expresa a “Somos” desde “Podemos”. No obstante, es probable que al final lo apoyen sólo de forma moderada y sigan como hasta ahora.

2º.- El mensaje no puede variar demasiado, pues en realidad representan ideológicamente lo mismo. Todos ellos ofrecen un mensaje similar, por lo que es difícil que se pueda ver a “Somos” como algo muy distinto a CCOO o UGT. No tienen un mensaje sindicalista genuino y diferenciado como sí lo tienen UNT o CNT, por ejemplo.

3º.- Es mucho más difícil construir una alternativa sindical que una política. La estructura sindical es más compleja, se necesita mucha infraestructura, servicios jurídicos grandes y serios, presencia efectiva en las empresas, no sirve de mucho la propaganda en los medios de comunicación, se adquiere una mayor responsabilidad con la gente (se juegan su trabajo), la legislación sindical está hecha a medida de UGT y CCOO para garantizar su hegemonía oligopolística, etc.

En definitiva, aunque “Somos” pretende desplazar sindicalmente a CCOO y UGT, no le va a resultar nada fácil (de hecho es poco probable que eso vaya a suceder), por lo que será difícil que la crisis sindical sea aprovechada por “Somos” igual que “Podemos” ha aprovechado la crisis política.

Finalmente, es interesante reseñar que en mayo de 2016 el sindicato CCOO ha reabierto el debate interno sobre el sindicalismo unitario, editando un documento interno de trabajo titulado “Repensar el Sindicato. Hicimos, hacemos, haremos Historia”. Hasta qué punto esta vez esté dispuesta esa organización a plantear seria y decididamente la transformación de actual sistema sindical consagrado durante la Transición por el ET y la LOLS es una incógnita, pero teniendo en cuenta que cualquier cambio en este ámbito sólo podría perjudicar su actual hegemonía compartida con UGT, y que de un documento de 124 páginas sólo 2 se dedican a esta trascendental cuestión, sería ingenuo hacerse ilusiones y mantener una actitud al respecto que no sea la del escepticismo. De hecho, el documento mencionado plantea la cuestión más desde el punto de vista de una fusión organizativa o una unidad de acción sindical entre diversos sindicatos, que desde el de una verdadera idea unitaria, como demuestra claramente el documento en su conclusión: 

“¿Sería deseable un proceso que pudiera culminar con la conformación de una central sindical unitaria que recogiese la pluralidad de composición de la clase obrera en España? La respuesta hoy como hace cuarenta años, sin duda es, sí. ¿Es esto posible con el marco actual? Y, sobre todo, ¿es útil para el fin que se persigue que no es otro que reforzar las capacidades del movimiento sindical? La duda es más que razonable. Hoy lo más conveniente es reforzar la unidad de acción sindical.”

A modo de conclusión podemos afirmar que la Transición en el ámbito sindical consistió, por tanto, en un verdadero pacto social por el cual CCOO y UGT aceptaron tanto la pérdida general de derechos laborales de los trabajadores, como hipotecar el futuro productivo nacional, y ello a cambio de conseguir un modelo sindical de verdadero oligopolio en el que UGT y CCOO lo tuvieran todo “atado y bien atado”, y eso, que efectivamente consiguieron del poder político, no es previsible que vaya a cambiar a corto o medio plazo. Al menos no mientras ellos puedan evitarlo…

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